Estoy alojada en el Tivoli, al igual que Kapushinsky. Es otro momento, es otro tiempo, son otras circunstancias. Pero es la misma ciudad de arquitectura portuguesa, te techos de cerámica roja, con amplias verandas que alivian el sol sin ocultarlo, la misma ciudad de aromas portugueses y de costumbres e ideas heredadas.
La guerra golpeó este país y esta ciudad no estuvo ajena, Kapushinsky estuvo aquí, y logró “Un día mas con vida”.
Se supone que es un tiempo de progreso para Angola, la guerra terminó hace dos años con la muerte de Sabimbi. Sin embargo los vestigios de la guerra han quedado esparcidos por todo el país, también por la capital.
Las aceras rotas, casas destruidas, calles polvorientas que hacen que los carros demanden lavado permanente por parte de jóvenes que buscan ganar alguna kwanza, para satisfacer necesidades; primarias ellas.
Algunos de esos jóvenes ponen a niños a lavar y les pagan con alguna bolsa de gasolina para o pegamento para respirar y así les permita drogarse y olvidar el hambre.
Da lo mismo volver a casa que quedarse dormido en los pórticos de los edificios. Sus nuevos dueños, recubren de rejas para acceder al corredor donde se distribuyen los apartamentos, y luego otra reja reforzada protege la puerta de la vivienda.
Desde el restaurante del Tívoli, se ve claramente el horizonte, los barcos que en la noche muestran un paisaje tranquilo con sus luces encendidas, adornando la bahía, la vista del océano.
También se ve con claridad y cercanía, el edificio de Endiama, la empresa de diamantes en la que ingleses, belgas y angolanos, se asociaron para extraer y exportar los diamantes que enriquecen los bolsillos de unos pocos.
Diamantes y petróleo a cambio de recursos alimenticios básicos para los pobres negros y los negros pobres, diamantes y petróleo a cambio de un desarrollo futuro que nunca llegó.
De Beers dice el cartel luminoso que prende y apaga en la cumbre del alto edificio.
Las casas bajas, de tejas, se muestran al que observa de una forma nítida, la iglesia pintada de un celeste cielo, las calles abarrotadas de autos forman una mezcla desarmónica. La vista se completa con la suntuosa bahía y la ilha protegiéndola del temperamental océano.
Lejos quedó en el tiempo, el estrés vivido por los huéspedes del Tivoli cuando Luanda fue una ciudad sitiada por foráneos y abandonada por sus habitantes.
Volvieron los portugueses, al menos algunos que emigraron y otros hijos de aquellos previendo poder rescatar algo de sus posesiones.
Los negros por haber sido esclavos, poco podían hacer para la reconstrucción del país, 30 años de guerra fratricida, los había hecho crecer sin hábitos de trabajo, sin capital para emprender, y finalmente, todo lo privado había pasado a manos del estado, sus gobernantes, triunfadores de la guerra, elegían lo más valioso o lo mejor de la herencia portuguesa abandonada y dejaban a los que desde el interior del país llegaban a Luanda con la esperanza de mejorar su condición de vida, con lo más precario, prometiendo ayuda para la reconstrucción.
La ciudad fue creciendo en número de habitantes, en forma desordenada y caótica, los barrios aledaños al centro donde existía espacio para construir fueron amontonando mujeres, niños y ex soldados en habitaciones pequeñas, unas al lado de otras, con techos de chapa, y dejando apenas corredores entre las viviendas, sin posibilidades de circular con automóviles.
Los becos como ellos los llaman, llenaban la periferia de la ciudad, algunos habían, de todos modos conseguido construir en zonas con vista al mar, pero sin ventanas para poder verlo.
En la zona de Benfica, donde luego se construiría un shopping y barrios privados con lujosas casas pero pegadas unas a otras que no permiten intimidad, las hileras de construcciones precarias se sucedían una línea tras otra, de cara al mar que en algunos casos les permitía tomar el alimento, peces, en forma diaria.
Los portugueses aún eran mal mirados, poco respetados, y observados con desconfianza por los negros, a pesar de eso, para algunos, los más jóvenes, representaban aún la autoridad, tal vez por haberse quedado allí mientras otros huyeron, no lo se, pero blancos en el gobierno cuando yo llegué allí, no había.
La ciudad que luce aspecto desprolijo, no contagia a sus habitantes. Siempre impecables, siempre con coches y zapatos lustrosos. Incluso las mujeres que transitan sin cansarse por las calles de la ciudad vendiendo todo tipo de mercadería, lucen limpias sus ropas, el blanco es blanco inmaculado, y las telas con las que visten su cuerpo y sostienen los recipientes sobre sus cabezas, siempre parecen nuevas.
Sobre la rambla costanera se erige majestuoso el edificio del Banco nacional de Angola, una obra de los portugueses que viste a la ciudad, y habla del esplendor de la antigua Niza africana.
Su cúpula asemeja a una catedral, la catedral del dinero.