Páginas

1 de mayo de 2018


Estos niños con los que tomé contacto en el interior de Angola, no tienen nombre para mí. Solo los conocí por apenas un par de horas, mientras esperaba a quienes acompañé para ver como solucionar un problema de abastecimiento de agua en la aldea. A media tarde, estacionamos la camioneta y quedé sola en el bajo donde estaba la aldea rodeada de montañas de piedra.
En poco tiempo, comenzaron a aparecer y rodearme un grupo de ocho o tal vez diez niños, curiosos como todo niño interesados en cómo una mujer blanca estaba circulando por los espacios abiertos de la aldea.
Al principio solo observaban y reían, hablaban en un dialecto de los tantos que existen en Angola, intentando comunicarme, les devuelvo la sonrisa. Comienzo a hablarles en portugués, que es la lengua oficial, y seguramente la que enseñan en la escuela a donde concurren. Me presento diciendo mi nombre y pregunto el de cada uno. Lamentablemente no recuerdo sus nombres y solo me ha quedado las fotos con sus sonrisas y sus pruebas de agilidad colgados de los árboles como forma de enseñarme su forma de divertirse.
Sentados en la tierra algo amarillenta, pero limpia de desperdicios como en todas las aldeas, pregunto por la escuela a la que concurren, queda muy lejos de la aldea, pero a la que todos acuden. Percibo sus disposición a la comunicación y me animo entonces a preguntarles qué le enseñan en la escuela sobre la guerra fratricida que vivió su país hasta hace apenas cuatro años. Qué les cuentan sobre la guerra pregunto, y uno de ellos, tal vez el mayor aunque es difícil precisar las edades de los angolanos en general, me dice con seguridad, Nosotros vivimos la guerra, cuando desde esa montaña empezaron a bajar hombres armados, mi madre nos escondió en esa montaña (indicándome otra que se veía muy alta y algo más lejana) entre unas piedras, y allí estuvimos días hasta que los hombres armados se fueron, no podíamos hacer ruido y tampoco teníamos qué comer. Renunciaron a jugar como hoy lo hacen delante de mi, y renunciaron a mucho más que eso a causa de la guerra.
Pensé inmediatamente en el temor que debieron haber sentido esos hijos y esas madres, tal vez fue el miedo que los paralizó la que en definitiva logró salvarlos. Ver la violencia en vivo y en directo, y ser objeto de ella es la experiencia más terrible para cualquier ser humano.
Esos niños me enseñaron, y sentí y siento un profundo respeto por ellos.